Voyage voyage

Si fuéramos pesimistas
Si dijera la verdad, diría que el año pasado estuvo marcado por la muerte. Hace poco escuché a alguien muy cercano hablando por teléfono: ella decía “ya no queda nada por perder”. No creo que tenga razón, creo que todavía nos queda mucho (por perder y por ganar), pero entiendo esa sensación de final. Lo que empiece a partir de ahora va a ser difícil de construir.
Como ya saben, no me gusta decir la verdad, prefiero leer mi vida entre líneas y encontrar lo positivo incluso si no existe. Con esa actitud, podría decir que el año pasado la muerte no sólo arrasó la vida de la gente que quiero, sino que por otro lado me acercó a dos de mis directores favoritos. Cuando pienso que Szuchmacher leyó lo que escribí sobre su obra se me pone la piel de gallina. Ustedes dirán que me conformo con poco, pero yo sólo me emociono (a fin de cuentas, aprendí a amar el teatro viendo sus espectáculos), nunca me conformo. Y después, por supuesto, estuvo la oportunidad de ver el ensayo de Constanza de Ariel Farace, sobre el que no voy a explayarme, porque ya lo hice. No sé si será eso de leer mi vida como se me antoja o si realmente hay una conexión astral (ok, es lo primero) pero Farace parece hacer los espectáculos que yo necesito justo en el momento que los necesito, como mi estrella de Belén personal, mi camino amarillo o mi tarotista. Así que este año, por supuesto, habló sobre la muerte. Ustedes podrán decir que Constanza es sobre la novela de Cervantes pero yo digo que es sobre la muerte.
Si vamos a leer un año que pasó, mejor dejar la muerte de lado (lo posible o imposible está en el ojo del lector). Podría decir que este año estuvo marcado por mis constantes visitas al hospital: entre infecciones alienígenas, controles de rutina que se salían de la rutina y el ejército de oftalmólogos, pasé más tiempo en salas de espera que en cualquier otro lado. Pero esa lectura de mi año sería muy depresiva, así que propongo una distinta. Diremos entonces:

Viajar

El año pasado estuvo marcado por los viajes. Principalmente, viajes de otras personas: de enero a diciembre gente que quiero muchísimo visitó mi casa. Pero como no tengo permiso para hablar de vidas ajena, comentaré mis últimos tres viajes, porque me fui de Buenos Aires tan apurada que casi no pude contárselos a nadie.

La Falda

Fui a La Falda a participar de un festival de literatura sobre el que hablaré en detalle en cuanto regrese nuestra querida Orilla Sur. Son extraños esos encuentros con gente que uno sabe que no va a permanecer en nuestras vidas. No son los “amigos de un solo uso” de los que habla Fight Club, es distinto, es un encuentro significativo pero sin continuidad, uno se alegra de conocer esa gente y de tener una breve imagen de la vida que llevan. Hubo lectura de textos, presentación de libro, entrega de premios y una cena con clima de festejo de fin de curso. A pesar de la lluvia, la pasé exageradamente bien, me las arreglé para hacer algunas caminatas (no muy lejos, que sola me da miedo), visité el Hotel Edén (esos excesos de lujo del siglo pasado que nos obligan a preguntarnos qué se dirá en el futuro sobre nuestros propios excesos) y encontré por casualidad un adornito que estaba buscando desde hacía dos años. Mientras compartía el texto que me tocaba leer, me di cuenta de que no estoy conforme con mis cuentos. Hay algunos que me gustan mucho, pero en general siento que me falta dar un paso más. En estos días estoy intentando lograr eso con una historia que me da vueltas en la cabeza desde hace tiempo, pero cada vez que escribo una nueva versión del primer párrafo una vocecita me dice “dejá de escribir boludeces previsibles”. Intentaré satisfacer a la vocecita.

Mar del Plata

Aunque no tengo la historia de vacaciones marplatenses que sí tienen otros porteños, Mar del Plata tiene una participación extraña en mi vida, de donde conservo muchos recuerdos significativos, como si en lugar de ser una ciudad distinta fuera el sector mítico de Buenos Aires. Este año pasé diez días cubriendo el festival de cine para Replicante (acá tendría que haber un link, lo habrá en cuanto salga el número de enero de la revista). Sin meterme en vidas ajenas, diré que la pasé muy bien a pesar de que el cine no sostuvo el nivel del año pasado. Habitualmente desayunaba con la versión turca de Milla Jovovich, comí alfajores hasta hartarme, nadé en la piscina del Hermitage (no en el mar), intercambié copas y direcciones de mail con colegas, evité quemaduras solares y saqué algunas conclusiones poco alentadoras sobre mí misma. No sé si le pasa a todo el mundo, pero entre mis amigos y yo existe esa tendencia a tratar de descubrir lo que “realmente” queremos, nos preguntamos si nos habremos tropezado porque “en realidad” queríamos torcernos el tobillo para no tener que bailar o si nos habremos olvidado las llaves porque “en realidad” no queríamos volver a esa casa, y toda clase de conjeturas imposibles de comprobar. El problema es que a veces “en realidad” queremos dos cosas contradictorias entre sí. En Mardel se confirmó una vez más que me encanta pertenecer a un grupo: así como me gusta tener la misma credencial que otras doscientas personas, también me encanta salir con las chicas del colegio, desayunar con el grupo de francés y compartir el mismo apellido con tanta gente. Pero al mismo tiempo me gusta tener mis propias rutinas, mi cuarto, mi escritorio, mi cama, mi biblioteca, mi quilombo, mis decisiones. Varias veces escucho decir a la gente que “lo que me pasó” me dejó marcada, que tengo una llaga, un trauma, un machucón, la chapa abollada, la pintura descascarada o lo que quieran. Y a lo mejor eso es cierto, pero dejémonos de joder, que ya pasó el tiempo y hoy no se trata de eso, sino de que sé lo que implica compartir mi vida con una o más personas y no sé si es lo que quiero. “En realidad”, quiero estar con gente y al mismo tiempo quiero estar sola.

Home sweet home

Y así, sola, llego al último viaje, a mi verdadero Edén, mi Ítaca, mi hogar, mi fueguito crepitante al atardecer. Por primera vez no tengo ni la más mínima idea de cuándo voy a volver, quizá la semana que viene, quizás en abril. Aprendí a hacer un cordero a la miel que te chupás los dedos, al fin pude ponerme a terminar una segunda versión de la novela que empecé el año pasado (se sabe que soy lentita, y que mis textos requieren varias versiones) y ya veremos qué pasa con esos cuentos que tengo pendientes. De vez en cuando estudio, volví a empezar The Wire, miro películas amables para mi estabilidad emocional y salgo a correr con muchos perros pero poca exigencia.
Mientras tanto, estoy dejando que me ocurra algo un poco desquiciado, que requiere ciertas explicaciones. El verano pasado adopté una gatita a quien nombré Luci (de Lucifer) que era la cosita más dulce que haya entrado jamás en esta casa y esta familia. Quienes tuvieron la oportunidad de conocerla saben que no miento. Lamentablemente, mientras yo estaba en Buenos Aires, Luci dejó de frecuentar nuestra casa, a pesar de la cercana (casi diría: anormal) relación que tenía con Negrita y con Pea. Ahora bien, este verano aparece por la casa un gato de aproximadamente un año (ay, ella, ahora es experta en edades animales) que tiene un dudoso parecido con Luci. Cuando digo “dudoso parecido” quiero decir “a mí se me antoja que se parece a Luci pero todo el mundo dice que no”. Lo que me llama la atención es que ese gato no me tiene miedo. Al principio yo lo sacaba corriendo porque asustaba a mis nuevos gatitos (Messi y Diego) pero después todos se hicieron amigos. El tema es que el gato misterioso no me temía miedo nunca, ni siquiera cuando lo sacaba corriendo, y alguna vez lo encontré en el marco de la ventana, mirándome trabajar, sin moverse. Todo esto me hace pensar que o bien al gato le falta el gen “desconfiar de los humanos desconocidos” o bien me conoce, es decir que es Luci. Y en el fondo sé que no puede ser, pero me siento en una versión gatuna de Vértigo, así que dejo que la locura continúe.

Por supuesto, en esta vida campestre no todo es color de rosas. Pero cuento con ustedes, con el trabajo, con nuestro nuevo proyecto, con este paisaje increíble y con mis mascotas. En esta lectura optimista, diremos que “en realidad” todo lo demás no importa.

Fin de año y esas cosas


Buenos Aires me despidió a todo trapo y la comarca no se quedó atrás con la bienvenida. Me parece que les gustan los subtítulos así que ahí van:

Están lloviendo estrellas en nuestra habitación...
Me pasé todo el día cantando este tema de Cristian cuando me enteré que iba a haber lluvia de estrellas. Lo anunciaron en la radio (quienes hayan leído antes este blog, saben que acá la radio es mi vida), y entrevistaron a uno, pongamos que era el director del Club de Observadores de Estrellas de Esquel (obviamente estoy inventando cualquiera). Este señor decía que se iban a juntar a eso de las dos en la ruta que va al aeropuerto, para que las luces de la ciudad no impidieran la buena observación del fenómeno. Y yo pensé (y probablemente dije, porque hablo sola) “pero querido, yo acá lo único que tengo que hacer es ponerme la campera y apagar la luz del frente.” El problema era que pintaba feo, todo el día con lluvia y cielo cubiertísimo. Pensé que se me había aguado el plan, pero por las dudas me puse el despertador a las 3.30hs, cuando se suponía que las estrellas iban a estar con todo (no, no se imaginen que me voy a quedar despierta hasta esas horas de la noche, acá soy una persona seria, responsable y madrugadora).
Me despierto in the dead of night. Fiaca... no te puedo explicar la fiaca. Digo “dale, forra, cuántas veces vas a tener esta oportunidad en tu vida”. Hagamos un paréntesis. Cuando yo era niña pasó el cometa Halley. Íbamos a ir a verlo en familia pero a mí se me ocurrió que quería irme a dormir temprano. No me imagino el escándalo que habré hecho, porque en general en mi familia se hacía lo que decían mis viejos y no lo que a nosotros se nos antojaba, pero el caso es que esa noche yo no me moví de mi casa y uno de los dos (no me acuerdo quién) se tuvo que quedar cuidándome. Así que (cerramos paréntesis) la noche de la lluvia de estrellas me dije “no me hagas la del Halley”, me abrigué un poquito y me acerqué a una ventana a ver si se había despejado. Era mi primera semana en el pago y los días venían bastante nublados y con frío, así que hasta esa noche no me había puesto a mirar el cielo. Empecé a percibir la lluvia de estrellas un poco después, pero sólo el cielo era suficiente razón para levantarse a las tres y media de la madrugada. Esos cielos que mirás y decís “esto es photoshop”. Una noche sin luna, el cielo tan negro (tan negro tan negro que parecía azul) y las estrellas tan claras. Salí un ratito y me quedé con la gata que andaba caminando por alrededor con los ojos medio cerrados (mi gatito aventurero se murió en el invierno, ahora somos todas hembras), pero hacía bastante frío, así que al rato me fui a seguir viendo el espectáculo desde adentro, que igual se veía perfecto. Mientras miraba las estrellas fugaces en este cielo que ya es mío, me imaginaba a Legolas interpretando esa noche, justo después de que yo llegara, como una especie de buen augurio.

Música
Por ahora, los buenos augurios se cumplen. Entre los festejos de fin de año y los religiosos (además de un documental en el salón central de Trevelin) tuve dos fines de semana de conciertos. No les voy a hablar de música, que no sé nada de eso, pero sí puedo contarles que me gustó encontrarme desde el principio con algo tan bonito de la comarca, esa movida cultural que tiene desde los híper profesionales, que te quedás embobada escuchándolos, hasta los eventos en que esos híper profesionales tocan en un ambiente familiar en que hay nenes jugando, gente sacando fotos, y otros parados en los pasillos. Fue mi primera Navidad en una iglesia (no, no entré en combustión espontánea), y terminé cantando Noche de Paz como toda una creyente. Hay algo de esto que me remite a mi infancia, reuniones en que casi todos se conocen, todos hacen música, y todos estamos contentos. Porque aunque no sé nada de música llevo muchos años escuchándola y eso también hace que esta sea mi casa.
Pero antes de que crean que mi apellido es Ingals, sepan que en uno de esos conciertos estaba él: Señor Agropecuario. Ustedes probablemente no lo recuerden, fue mi flechazo del verano pasado, y pueden encontrar todo sobre él (“todo” es “la única vez que lo vi”) en una entrada anterior. Aunque me tomó por sorpresa verlo ahí, al menos esta vez sí pude, escondida entre el público, mirarlo sin vergüenza. Es muy extraña la sensación de que me guste alguien y no poder hacer nada al respecto, como cuando éramos adolescentes y nos gustaba el profesor (por suerte no tuve profesores que se aprovecharan de sus alumnas). Así que me sentía otra vez con guardapolvo, pelo largo y granitos en la cara mientras miraba a Señor Agropecuario, sus cejas perfectas sobre sus ojos que nunca me miraban, sus hombros que seguían el ritmo de la música y sus sonrisas tan... ay, sus sonrisas. Yo creo que alternaba entre mi cara de adolescente enamorada y mi cara de depredadora. Pero cuando veía que alguien hacía con su cámara una panorámica del público, ponía mi cara de Navidad.
Los festejos en sí fueron muy tranquilos, pero menos de lo que yo esperaba. Me imaginé que iba a pasarme las dos noches en cuestión como paso cualquier otra, leyendo un libro o viendo una peli o matando zombies, pero no. Como en Noche Buena estaba sola los vecinos me invitaron a cenar con ellos, y la pasé muy bien porque pude conocer a otros vecinos y además Noche Buena sólo vale la pena si hay nenes, y en este caso había. Volví a casa muy contenta y preparé las cosas para los que llegaban al otro día.
Si usted no sabe quién vino a casa el 25 de diciembre, usted no va a saberlo, porque acá cuento mi vida pero no la ajena. Así que vamos a llamarlos Los Señores, título que utilizaremos para todo visitante cuya identidad queramos preservar.  A pesar de que tengo un genio insoportable, me llevo bastante bien con Los Señores. Lo que me sorprendió es que entre ellos organizaron todo un evento para la noche del 31, cada cual quería cocinar algo diferente. Yo no ceno con ellos, por lo que mientras disfrutaban de sus platos elegidos fui a caminar con las mascotas, pero volví para servir el postre y compartir el brindis. Y veinte kilos de Pan Dulce. Mientras tanto los vecinos (unos distintos) armaron una fogata, supongo que algún cordero a la cruz, y a la una todavía se oían guitarras.
Aunque estas fechas estuvieron rodeadas de noticias locales trágicas, sirvieron para contrarrestar todo lo que llegó de lejos: las buenas noticias, los mails, los llamados y los sms (no faltó ni el “cómo andairntodls.e” a las cinco de la mañana).

Lo que se viene
Este verano no va a ser como el anterior. Hay cosas peores (me duele bastante no estar escribiendo para Replicante aunque...) y cosas mejores (estoy escribiendo dos novelas que me entusiasman y también para otras revistas que me gustan mucho). Pero principalmente este no es mi primer verano acá, no está la duda de si voy a aguantar estar sola, y las dudas sobre cuándo voy a volver dependen exclusivamente de un festival de cine en Uruguay. No sólo estoy bien asentada acá, en mi casa, sino también en Buenos Aires; ya no estoy flotando en el limbo, y ya no ando con muletas, aunque sí con un pie en cada lado. También me pregunto (seguro no soy la única) si esto de andar con un pie en cada lado tendrá que ver con no querer repetir “aquello”, no darme la oportunidad de construir algo permanente. Pero esa pregunta por ahora queda sin contestar. Aunque me cuesta creerlo para otras cosas, cuando pienso en los meses que se vienen tengo presente que uno no se baña dos veces en el mismo río y que este verano va a ser un desafío distinto al del año pasado. Todo esto significa que tengo más exigencias hacia mí misma. Supongo que ahora tendría que cerrar con una frase maníaco/optimista de que todo va a salir bien, pero digamos solamente que ya veremos cómo sale...

Los que se alejan cantando nunca del todo se van


Un novio me dijo hace un tiempo “me das tres días y te parece mucho, pero me habías prometido toda la vida”. Ahora me pasa lo mismo pero al revés: estos cuatro meses me parecen poco, pero hace un año pensaba que no iba a poder volver nunca. Mi papá siempre dice: la diferencia entre nada y dos no es dos, es infinita. Y tiene razón, cuatro meses es todo.
Igual me gustaría ser yo quien toma esta decisión, que quizá sería la misma: en Buenos Aires están muchos amigos, la familia, los alumnos, el teatro (Mininno acaba de estrenar obra nueva), mi hermano para contradecirme cada palabra y las horas al teléfono con mi hermana, así que no es tan descabellado pensar que quizá para estas mismas fechas estaría volviendo por voluntad propia. Escribir sobre las obras de Ariel Farace me recordó la experiencia de verlas y ya me dan ganas de estar en la Casona tomando la tradicional cerveza post-teatro con amigos. Extraño escuchar a alguien hablar de la nada, porque ahora cuando la gente me habla es para decirme algo concreto, nunca para divagar sobre el arte, el sexo, las drogas o el rock and roll. Quiero que nos quedemos callados y que miremos a la gente pasar.
Así que sí, ganas tengo, pero igual me jode. El río tiene algo que no puedo explicar sin ponerme cursi, una especie de imán, de necesidad de estar cerca, y esta despedida se parece tanto al fin del amor que me pregunto si tendría razón mi ex cuando dijo que yo ya no estaba enamorada de él sino de la vida que llevábamos juntos. O a lo mejor es sólo que estoy cagada de miedo y desde acá el mundo parece un lugar seguro.
En cualquier caso, cuando voy a la costa a escuchar música mientras Negrita y Pea se arrancan mutuamente las mandíbulas y Gabi y Mis ronronean sobre mis piernas como motorcitos, cuando miro el cielo y huelo el pasto, sé que es una suerte tener tanto que perder, que esto me duela tanto como me dolió Buenos Aires, Córdoba, Donostia y Belfast. Pero más que nada es una suerte llegar alegre a todas partes, porque desde hace tiempo creo que quienes no sabemos tejer y no queremos parir no podemos vivir en la espera sino en los mares y los caminos.
Cuando vuelvo a casa me gusta escuchar a Liliana Herrero cantar una canción que Fandermole escribió sobre otro río. Dice así:
Llevo mi sombra alerta sobre la escama del agua abierta
y en el reposo vertiginoso del espinel
sueño que alzo la proa y subo a la luna en la canoa
y allí descanso hecha un remanso mi propia piel.
Calma de mis dolores, ay, Cristo de los pescadores,
dile a mi amada que está apenada esperándome,
que ando pensando en ella mientras voy vadeando las estrellas,
que el río está bravo y estoy cansado para volver.

Eufemismos


Una amiga me pregunta por un aspecto de mi vida, digamos, para no decir exactamente sobre qué me pregunta, que se interesa por el estado de mis “mermeladas”. Pienso “Esta chica qué se piensa, si yo vivo acá en medio del campo no puedo estar consiguiendo mermeladas nuevas todo el tiempo.” Le respondo “sin novedades” pero por las dudas abro la alacena para chequear. Imaginen mi sorpresa cuando no puedo abrir el frasco de la mermelada de frambuesa, mi mermelada favorita. Lo intento dándole golpecitos en la tapa, trato de destrabarla con un cuchillo pero nada. ¿Cómo es posible, si hasta hace poco estaba tan dulce y olorosa? Lloro toda la tarde por tenerla ahí, a la vista, y no poder saborearla. Recuerdo que cuando estaba casada como a mi marido le gustaba el pan con manteca yo no comía nunca mermelada y algunas mañanas, mientras tomaba mi café, descubría que me moría por una buena cucharada de mi sabor favorito. A veces me iba al supermercado a escondidas para mirar los frascos tan rojitos y tentadores. Miraba el precio, los ingredientes, las calorías. Aunque se me hacía agua la boca volvía siempre, casta y pura, a la mesa matrimonial. Y ahora, que pensaba que la mermelada de frambuesa era toda mía descubro que no se puede abrir. “Malvada”, pienso, “con lo mucho que me gustás, en el desayuno, en la merienda, en algún postre, te comería siempre, si hasta te llevaría en la cartera para tenerte más cerquita.” Siento que es una ingrata, una traidora y todas esas cosas que uno piensa cada vez que no puede abrir un frasco de mermelada, pero tengo que admitir que, abierta o cerrada, sigue siendo mi mermelada favorita.
Para consolarme un poco me fijo qué más hay a la vista. Al fondo había guardado un frasco vacío de mermelada de naranja, que me hizo feliz por un tiempo pero se me terminó rápido. Aquella vez cuando vi el fondo del frasco me dio un ataque y mis amigas tuvieron que hacerme entender que no era por la mermelada de naranja que estaba tan triste, sino por otras mermeladas que se me habían acabado en otras épocas. Mis amigas tenían razón pero igual grité a los cuatro vientos que todas las mermeladas del mundo podían irse a la concha de su hermana, que no me buscaran más porque yo ya no estaba para boludeces (salvo para mi adorada mermelada de frambuesa, snif). Pero... guardé el frasco. Cuando tenga una hija le voy a decir “¡siempre hay que guardar los frascos, que nunca se sabe cuándo los vas a necesitar!” En efecto, en mi momento de dolor descubro que por arte de magia la mermelada de naranja está llena y con la tapa bien flojita. Me digo que a veces las mermeladas se hacen las que están vacías cuando en realidad están llenas, quién sabe por qué, quizá por coquetas, o quizá soy yo la que no sabe mirar los frascos (una parte de mi piensa que habría que insistir con la mermelada de frambuesa y otra parte de mí dice que me dije de hinchar los huevos con la mermelada de frambuesa). El tema con la mermelada de naranja es que ahora está distinta... digamos que por su consistencia ya no puedo comerla en tostadas sino sólo a cucharadas. No estoy segura si me va a gustar así (yo quería el desayuno completo) pero tendría que probar.
Mientras le dirijo miradas de odio llenas de lágrimas a la mermelada de frambuesa (¡pérfida!), me doy cuenta de que otro frasquito me llama la atención: la mermelada de tomate. Hace tiempo se me cayó al suelo porque soy muy torpe (soy una verdadera forra, para ser sincera) y pensé que se me había roto para siempre. Pero con un poco de cuidado, un poco de La Gotita por acá, juntar los pedacitos de vidrio por allá, parece que está en mejor estado que nunca. De hecho ahora mismo, mientras les escribo, sólo por pensar en la mermelada de tomate sonrío sin querer. Ay, tomate mío. Cuando la probé hace un tiempo me asusté por el sabor exótico e inesperado y fue por eso que se me cayó al suelo (y porque soy bastante imbécil). Pero ahora me doy cuenta de que aunque sueño con la mermelada de frambuesa me despierto pensando en la mermelada de tomate. Me imagino que puedo usarla incluso más que la mermelada de frambuesa, quizá no sólo para los desayunos y las meriendas sino también con alguna ensalada o en cualquier momento del día. “No te entusiasmes” me digo “que todavía está en el frasco”, pero la verdad es que no puedo esperar que sea la hora del desayuno para probar a mi dulcísima mermelada de tomate.

Argentina está informada


En Buenos Aires mi radio no tenía antena, así que con toda la onda agarraba alguna radio de hits, y eso sólo cuando se despertaba de buen humor, así que en general la musicalización de mi vida dependía de mi iTunes y de los videos que los amigos publicaban Facebook. Acá es otra cosa. Lejos lejos lejos del pueblo, no te digo que tengo una locura de cosas para elegir pero como mínimo tengo cuatro opciones muy variadas antes de recurrir a la música de la compu y los cds. A la mañana, después de darle el desayuno a los gatos, antes incluso de poner la pava, enciendo
A mi manera
Creo que no hay en el mundo título más descriptivo de un programa de radio. Ariel, el chico que conduce hace absolutamente lo que quiere. La primera parte del programa pasa folklore y la segunda “música del recuerdo” (ey, tú, muchacha triste, ven, dame un beso, eso). Cuenta chistes y yo me río a carcajadas: ¿qué fue lo último que se escuchó en el Titanic? “No le des el timón a ella”. Es un programa relajado, para escuchar tomando mate (o en su defecto, viendo con cierta preocupación que afuera la perra y la gata huelen simultáneamente el culo de dicha gata), entre la música escuchás la mitad de los diálogos que el locutor tiene con alguien que no tiene micrófono; otras veces el chico se ríe de Dios sabe qué; se sortean kilos de helado, bolsas de fruta y tapas de inodoro (dependiendo de quién sea el auspiciante del día).
Tranqueando por la Patagonia
Este en realidad es un programa de la noche, el último que escucho si es que tengo la radio encendida a esa hora, pero lo relaciono con el de la mañana porque me pasó algo parecido con los dos. Con A mi manera me pasa que salgo del auto donde lo venía escuchando, entro en la ferretería o la verdulería o lo que quieras, y ahí lo están escuchando. Lo escuchamos todos. Un día que no había conexión con Trelew (no funcionaba ni el banco ni los celulares) en la radio al otro día dijeron “y la gente que escucha Tranqueando por la Patagonia anoche no lo pudo escuchar” (el programa es de Trelew) y yo pensé “hablan de mí”. Fue una sensación rara, porque en realidad era “hablan de nosotros”. No acostumbro tener un nosotros en mi consumo de productos culturales: veo cine más que nada en casa (con una pocas excepciones en la Lugones) no miro tele, de la radio ya hablamos y al teatro, el nosotros por definición, voy como crítica, o sea, no es mi noche libre, es mi noche de trabajo y eso me separa, hasta cierto punto, de los demás. Pero acá era un nosotros clarísimo. Gente de todo Chubut, gente acostumbrada al frío en enero, a mirar el horizonte para saber el pronóstico, al ruido que hacen las vacas cuando las preñan, al temor de que el viento se lleve esa chapa. Toda esa gente, todos (qué raro decirlo) nosotros, mientras cenamos o lavamos los platos, escuchamos esa música que habla de ríos y cielos y facones y riendas. No termino de imaginarme esas otras vidas de los que nacieron en el campo y para el campo, de los que no lo eligieron y de los que, si les dieran la oportunidad, volverían a elegirlo; apenas adivino la ventana abierta y el mosquitero en las noches de calor, el polvo (que no se sabe si es polvo o es ceniza) en la cara y en las manos.
No termino de ser un nosotros, porque apago la radio para ir a ver Dexter o Midsomer Murders, porque no sé los nombres de los cantores ni sé bailar ni siquiera sé hacer un cordero a la cruz. Pero en esta anchísima Patagonia están los del mar, estamos los de la montaña y está todo lo del medio, con gente tan distinta que creo que hay un lugar para mí. El otro día, en la ferretería uno de los chicos que atienden se refirió a mí diciéndole a otro “no te preocupes, que la gente del campo nunca está apurada”. Eso, soy gente del campo.
Espacio publicitario
La publicidad es distinta en un pueblo, no es de ninguna manera un llamado al consumismo como en las grandes ciudades, y los anunciantes son gente que uno conoce. Por ejemplo, la publicidad de Ferromac dice que para ellos no sos un número, y es cierto, a mí me conocen, saben dónde vivo, quién es mi viejo, que no tomo mate y que doy vergüenza haciendo maniobras con la camioneta, y yo también sé que cuando llamo voy a hablar con Kari o con Mauro. La única publicidad que apunta al consumismo (si comprás esto vas a ser alguien distinto) es la de Centro Óptico Amancay. Dice: “descubrí quién podés ser con lentes de contacto”. Me jode un poco esta publicidad porque entre las cosas que promueven está “mejorar tu aspecto”, lo cual me recuerda cada vez que la escucho (una diez veces al día) que doy verdadero asco. Engordé tanto que yo misma me sorprendo: cómo es posible que engorde alguien que (hasta que empezó el frío) corría cincuenta kilómetros por semana. Con torta al vino blanco y helado de naranja, that’s how. Pero si eso fuera todo no sería grave, acá venden pantalones más grandes que en Buenos Aires y gordita no estoy tan mal. El problema es que eso de comer manteca hasta cuando duermo no sólo me destroza la silueta sino también el cutis: tengo granitos hasta en los granitos. Pero sigue: tomo té como si me fuera la vida en ello, y ustedes dirán “qué adicción más saludable”, y yo estaría de acuerdo de no ser porque se me mancharon los dientes. Además, como yo soy boluda hasta en lo que es a prueba de boludos, se me rompieron los lentes de contacto (no sé ni cómo lo hice) y los anteojos dejan de ser cute cuando pasás los treinta. Mi pelo está divino (no me da vergüenza decirlo porque no es mérito mío sino de los productos de Cabello y Salud) pero mi peinado es un verdadero escándalo: como no voy a la peluquería desde septiembre, es una masa informe que no se puede atar, ni trenzar, ni nada de nada.
Así estaba, gorda, anteojuda, granulienta, despeinada, sin más maquillaje que el polvo de la ruta, con una remera que tengo desde los quince (donde Negrita ya había posado sus patitas llenas de barro) y un jean (ok, el jean irlandés me queda divino, pero es lo único) cuando conocí a Sr. Agropecuario. Oh, dear. Tiene que ser el tipo más sexy de la región. No me entiendan mal, acá hay muchos tipos lindos, pero este es distinto, parece que mientras todos estamos comiendo tortas fritas y escuchando folklore, él toma whisky y escucha tango. Me gustaría poder describírselos un poco más, pero al minuto de llegar ya no podía sostenerle la mirada. Lo único que recuerdo con claridad es su voz al decir “¿señorita Sofía?” cuando me oyó abrir la puerta. Lo que sigue es una nebulosa en que yo decía pelotudeces (me contuve de hablar de mis gatos para que no cambiara el “señorita” por “señora”) y él se mostraba comprensivo cuando mis nervios me hicieron comportarme como una adolescente retrazada. Hice un intento vergonzoso de averiguar si estaba soltero, intento infructuoso, aunque no creo que tenga ninguna importancia, porque mientras él emanaba sensualidad, yo emanaba olor a perro.
Mentía cuando te decía “quedate tranquila, corazón”
Tuve un par de veces la situación bizarra de ir por la avenida principal con las ventanillas bajas, algún “hit del verano” sonando a todo volumen y la mano que tengo libre en lo alto moviéndose al compás. Cuando me doy cuenta (me quiero matar pensando en las mil veces que seguro no me doy cuenta) bajo el volumen, muevo los hombros en lugar de la mano y me pregunto si Eminem estaría orgulloso de mí. Para los que piensan “esta es la típica forra que vi mil veces por Avenida Pueyrredón” les diré “¡no! Yo soy otra clase de forra”. No es que trate de llamar la atención (para eso se inventaron las minifaldas, ¿vio?) , es que vengo con volumen de ruta y muchas veces el sol convierte el auto en un hornito, pero como afuera el aire está fresco es ideal bajar las ventanillas y dejarlo correr. Acá, les recuerdo, el aire huele bien. Así es como quedo haciendo payasadas en medio del pueblo. Es como cuando estoy a los saltos y cantando a los gritos en la costa y de pronto veo que unos pescadores me miran desde la otra orilla, me olvido que esto de vivir aislada del mundo en realidad no es tan aislado.
Hay fiesta en Los Cipreses
Hace tiempo que están anunciando la Fiesta del Triunfo, una fiesta campera acá en el pago. Me preguntaba cómo funcionaría teniendo ese mismo fin de semana la gran Fiesta del Caballo tan cerca (sobre la que se decía que si no tenías reserva mejor no fueras, porque no quedaba ni una cama libre) y con el clima amenazando todo el jueves y el viernes. Sin embargo, el finde largo fue inmejorable: el sábado amaneció soleado y con un ochenta y cinco por ciento de ocupación en Trevelin. El domingo tuve un rato libre y fui; como jamás había estado en algo parecido la adrenalina me empezó a subir en cuanto vi el óvalo de verde entre el campo de autos estacionados. Mi madre me había pedido que comprara cosas para la casa en la feria, pero si había una feria yo ni me enteré, me quedé plantada al costado de una camioneta ajena que me protegía del viento, desde donde podía escuchar a los payadores (una especie de comentadores con rima) y veía los tres palenques. Acá viene explicación para la gente tan colgada de una palmera como yo: una fiesta campera es un gran evento (en verano se hacen por todo el país y mueven muchísima gente) que dura dos o tres días, en los que se hacen competencias de doma, asados, conciertos y alrededor del campo hay una feria de comidas y artesanías. Algunas fiestas incluyen actividades para todos, y competencias parelelas, como lazo o carreras. Lo que no puede faltar es la jineteada y el asado. Los palenques son unos palos que dibujan una línea en el centro del campo, y están bastante separados entre sí porque ahí se atan los caballos. El caballo que se va a “domar” tiene los ojos tapados mientras con otros lo chucean (el término es mío, no sé cómo se llama eso que hacen): lo empiezan a empujar de atrás como para enojarlo, porque lo peor que te puede pasar es que el caballo se te quede tranquilito (ok, no, lo peor que te puede pasar es que te mate, pero es difícil que pase eso). Cuando dan permiso (está todo súper organizado) suena una campanita y sueltan el caballo: el jinete tiene que quedarse (durante unos segundos) agarrado con una mano y con los dos pies en los estribos mientras el caballo pega unos saltos que parece que va a salir volando. Cuando vuelve a sonar la campanita los padrinos tienen que sacarlo del caballo si todavía no se cayó. Todo eso que vieron en las películas y que no se creyeron es verdad. Claro que yo era la única que miraba con la boca abierta, alrededor todos seguían tomando cerveza y comiendo papas fritas como si los tipos esos no fueran semidioses. Mi favorito es Juan Cruz Córdoba, aunque salió segundo. Cada vez que alguno se caía, el comentador decía “no pasó nada” y yo pensaba “cómo que no pasó nada, el tipo perdió”. Después lamentablemente entendí qué significaba que pasara algo: uno de los jinetes se cayó y no se levantaba. Esto no es como el fútbol, acá nadie hace teatro, este es deporte de machos, el que no se levanta es porque no puede. Salió la ambulancia en cuestión de segundos, al rato el jinete volvió con los demás, pero no había pasado media hora que la ambulancia tuvo que llevárselo al hospital. La fiesta siguió como si nada así que supongo que esto es bastante común. Yo me fui cuando la lluvia comenzó a enfriarme hasta las raíces del pelo, que no estoy para enfermarme.

Noviando anduve en Cuyo, me casé en Salta, pero mi novia era de Catamarca
Hay ciertas cosas a las que no me acostumbro, que me impactan como el primer día: los colores de los árboles de Plaza Dorrego o de Congreso en las noches octubre, la sonrisa de un par de hombres, la inteligencia de mis hermanos, la generosidad de mis padres, la chica de Hiroshima, mon amour sola frente al espejo, la sensación de flotar en el agua, la Carpeta de apuntes de Michael Ende, la suerte de contar con estos amigos. La Patagonia tiene eso: incluso en mi más álgida adolescencia, en que nada me caía bien, ver el cielo tan grande me daba una especie de alegría calma. Ahora creo que ya entonces, sin saberlo, sentía que estaba llegando a casa. Aunque el paisaje me lo conozco de memoria, muchas veces paro en el camino del pueblo a casa para ver cómo cae el sol, o me quedo embobada con los rosales cuando salgo a darle de comer a los gatos, y aunque arrecie el viento bajo a la costa a mirar el río. Sé que no puedo quedarme acá para siempre, no sólo porque tengo una cuenta pendiente con el mar, sino porque, por supuesto, está el fantasma (HRT, campo visual, presión, etc etc) que sólo atiende en Buenos Aires. Admito que de vez en cuando aparecen puntadas de dolor (juntar la leña no era mi trabajo la última vez que estuve acá) pero son sólo momentos, que no se comparan con la alegría de poder llamar a algo, con convicción, mi casa. Creo que era Bowlby el que decía que para tener el valor de alejarse es necesario saber a dónde se puede volver, y creo que esas ganas de viajar pero saber dónde está mi cuarto mi cama mis cosas es lo que me gusta de mi programa favorito: Estación Central. Se plantea como “un tren” que recorre la música de todo el país pero siempre haciendo una vuelta a las historias de la gente de Chubut, y en realidad no se diferencia demasiado de otros programas de folclore salvo por ese concepto y por la hora a la que termina, cuando va cerrando el día y uno se alegra de volver a casa, enciende la luz del frente y se prepara para ir a la cama.
Winnicott dice que para los nenes el hogar es el lugar donde tienen los juguetes, donde duerme el perro, donde la madre cose y algo hierve en la cocina. Para mí el hogar es donde enciendo una lámpara junto a la cama y me pongo a leer antes de dormir. Quizá por eso me cuesta tanto dormir en casa ajena, porque no se supone que cuando uno va de visita lleve también un libro (mi hermana tuvo la delicadeza de poner una lamparita junto a mi cama en su casa, gracias a la que leí durante horas The Ministry of Fear). Supongo que mientras lleve un libro en la cartera llevo también una parte de mi hogar, y mientras tenga esta Ítaca a donde volver puedo salir a surcar esos mares.
Mitre informa primero
En Continental está la verdad, en Radio Nacional Argentina está informada pero Mitre me informó primero (en un programa de tango y dicho medio al pasar) que la policía estaba rodeando la estación de Once. Por una milésima de segundo sentí la alegría y el horror de pensar “empezó la revolución”. Pero no, qué va a empezar. Por sms averigüé lo que había pasado y me enteré que, de los míos, no se había muerto nadie. Los programas nacionales y provinciales que repiten las radios locales me acostumbraron a pensar en Trelew como Mordor y Buenos Aires ya es un mundo aparte. Acá los ladrones no la tienen tan clara y no se dan cuenta que para robar primero hay que arreglar con la policía, si no podés arreglar con la policía (ponele que todos los policías son honestos) no robés, porque al otro día te agarran. Eso si robás en grande, pero acá hay tan poco movimiento delictivo que sale en los diarios cuando a una señora le roban la cartera en el supermercado (“me di cuenta cuando fui a pagar”) o cuando entran en un casa para robar un perfume importado. Les juro, robaron eso y les arruinaron la pelopincho, nada más. Así y todo las tragedias porteñas llegan opacadas y en los días siguientes al accidente del tren, acá lo que fue noticia es que apareció un ataúd (dicen que con muerto y todo) en un descampado. Cuando fue la policía ya no estaba más. Además, salió la noticia de que hay un chico viviendo abajo de un puente, que parece que lo maltrataban en la casa y ahora es adicto a la nafta, y la presidenta del barrio (acá todos los barrios tienen presidente) estaba muy preocupada por el pobre chico y pedía a no sé quién que la municipalidad se ocupara de él. Tener estos problemas está bueno, son cosas que se pueden solucionar. El otro día vi el documental El Almafuerte, terminé gritándole improperios a la almohada recordándome que yo no puedo cambiar el sistema penitenciario y que los partidos políticos están más preocupados por la soja, el aborto y la minería. Y no me quejo, está bien, hay muchos problemas y tan complejos que probablemente ni siquiera se solucionen los que están de moda. No le doy la espalda a los problemas inabarcables, pregunto, me entero, hago click, leo artículos sin ver las fotos y agrego otro puchito a esa montaña de angustia e impotencia que todos vamos juntando desde que sabemos que mientras a nosotros se nos pudre la fruta hay gente que se muere de hambre. Así que, a la vez que arrastramos la montaña, francamente está bueno putear porque no me asfaltan la ruta 259 y saber que aunque hace dos años me volvía loca llevando basura de acá para allá ahora el camión pasa una vez por semana.
Ahora habla la voz de todos los chubutenses
Si en Buenos Aires hay gente de trabajo, en Chubut “unidos podemos más”. Aunque la propaganda local tiene un tinte muy kirchnerista (lo de que una persona hable por los demás, o sea la encarnación del deseo popular) en realidad el gobernador estaba con Das Neves y ahora que se hizo amigo de Cristina hay unos cuantos subnormales que hablan de traición. Disculpen lo de subnormales, pero a  ver, señores, ser amigo del jefe siempre es bueno, si nuestro jefe es amigo del súper jefe todos vamos bien. No te digo que no la critiquen (ella, que gobierna a los que la quieren y a los que no la quieren), pero si yo fuera gobernadora no dudaría ni un segundo en ir a hacerme la manicura con Cristina y ahí, mientras se nos ablandan las cutículas, tirarle un palito sobre los glaciares y la minería.
Pero volvamos a la cotidianeidad que llevamos nosotros, simples mortales. A lo mejor me llenó la cabeza esto de que unidos podemos más, o simplemente perdí por completo la razón y por eso, aunque hace diez años que no toco, tomé la decisión kamikaze de unirme a un grupo de cuerdas. Cuando logro tocar la nota que tengo que tocar no desafino demasiado, pero eso ocurre muy poco. Trato de ubicarme cerca de la profe para seguirle los dedos y el arco, pero así y todo, aunque empiezo bien, en determinado momento ya no toco lo que tocan los demás. Me quedo con cara de papa frita y con ganas de gritar qué pasó. Cuando la situación es demasiado patética me resigno a seguir al resto sin el arco, pero hasta que llega ese momento le arruino el pastel al pobre que le haya tocado estar al lado mío, porque imagínense lo difícil que es coordinar con varias voces como para encima tener a una imbécil que toca cualquiera y te saca del estado zen en que uno tiene que estar para hacer música en grupo. Estoy segura de que pronto empezarán a llegar las amenazas de muerte, pero hasta que no me eche la profe voy a seguir yendo, total, papelones paso desde que tengo memoria.

The Belfast chronicles: It's Britney, bitch

Es así. Primero, más que nada, es raro, porque vas a ver a Britney, llegás sólo una hora antes pero igual no hay multitudes peregrinando por cuadras y cuadras, ni siquiera tenés que hacer cola. Mirás la entrada, ¿vine en la fecha correcta al lugar correcto? Sí, en efecto, es hoy. Pensás: hasta Justin Bieber hizo más quilombo en Buenos Aires. No te cruzás con puesteros vendiendo panchos ni choripán, ni posters ni remeras ni nada de nada. Si querés merchandizing, lo comprás adentro. Pero a vos esas cosas no te van (ok, compraste mil boludeces de Roxette, pero eras una nena en ese momento) así que vas directo al “campo”. Entrás a un estadio cubierto, todo muy bonito y ordenado. Entonces las ves: a tu alrededor hay decenas de ellas, algunas con pantalones otras con pollera, otras incluso con vestido de fiesta: tienen tacos aguja. Pensás en tus pobres pies saltando al lado de esas armas mortales. Bien, no importa, peores cosas han pasado en recitales. Igual te sentís un poco pelotuda por haberte sacado cualquier alhaja robable, porque tenías en mente el recital de U2 en River, cuando viste que le arrancaban a un chico una cadena del cuello.

Primero ves a unas pibitas rubias que se llaman Destinee (así con dos e) y Paris, que no las conoce nadie. Después viene Joe Jonas. ¿Quién? Este.

A ese parece que hay algunos que lo conocen y cuando canta la última canción te das cuenta que vos también. Igual, como le ponés onda, a esta altura ya te duele la garganta y la cabeza. Un cartel anuncia que faltan 25 minutos para que empiece el show, para que los fans ansiosos vayan a consumir como se debe. Pero en lugar de eso vos te dedicás a sacar fotos desenfocadas como esta

Y otras que salieron mejor y quedan para la familia y los amigos.

Cuando faltan menos de quince minutos te decidís a meterte en la masa compacta de la gente que está más cerca del escenario. Esa gente te mira mal. Así que te ponés a saludar a una amiga inexistente, como excusa para seguir avanzando, muy poco porque ahora la masa compacta es compacta de verdad. La cuenta regresiva sigue avanzando y cuando llega a los diez segundos todo el estadio cuenta con vos. Pensás: esto va a explotar.

Three, two, one. It’s Britney, bitch. Empieza Hold it against me. Cientos (¿miles?) de personas se destrozan la garganta cuando la ven en el centro del escenario. Pero, la verdad la verdad, esto no explota. Los stiletos de la muerte no saltan, la gente no baila. ¿Me estás cargando? Es Hold it against me, vos bailás hasta en el subte con este tema. No te importa, cantás a los gritos con voz de ultratumba (lo tuyo nunca fue la música) y a partir de ahora no dejás de bailar. También es raro verla, porque es igual igual a la que aparece en las fotos y los videos. No, no digo esta Barbie de photoshop

Digo esta otra

Britney ya no tiene ni la pancita ni los muslos de I’m a slave for you, pero sigue siendo una diosa. La mayor parte de las canciones hace playback y obviamente no te importa, hasta te parece bien. Hace años que tenés una fascinación inexplicable por Britney (explicable más que nada porque te encanta obsesionarte con la gente, es uno de tus juegos favoritos) y aún así te sorprende no poder quitarle los ojos de encima. Cuando lográs abrir un poco el cuadro ves a los bailarines, que son probablemente lo mejor del show. La primera parte (como los videos que se proyectan mientras hace cambio de vestuario) tiene una temática de persecución: policías, esposas, jaulas.

Canta 3 con piloto blanco, sombrero, anteojos oscuros y coro de bailarinas. En Up ‘n down (jaulas, bailarinas, bailarines, en fin, the works) no podés creer que la gente no baile. Si sos fan de Britney lo mejor que te puede pasar es una fiesta en la que sólo pasen música de Britney. Y lo mejor que podés hacer en una fiesta es bailar. ¿Qué vinieron a buscar? ¿una experiencia estética? ¿un juego de luces? Terminás por aceptar que hay un mundo que ni siquiera podés comenzar a comprender, y te dedicás a lo tuyo. A fin de cuentas, jamás te importó ser la única que baila.

Cambio de vestuario. Es de color rosa, eso que en los noventa llamábamos body. Canta How I roll y decidís que te encanta. Para Lace & leather Britney pide un voluntario. El público enloquece. Sube un chico de las primeras “filas” y ¿qué hace Britney? Una lapdance. Así como te lo cuento. El chico es probablemente gay pero aunque le gustaran las ovejas este va a ser uno de los momentos que le va a contar a sus nietos.

If U seek Amy tiene la estética de “escándalo” (tapas de diarios en las pantallas, quién es Amy, blablabla) y ella tiene una pollera blanca que vuela con un viento que sale del suelo. Vos la pasás bomba y hasta los lugares comunes te parecen brillantes.

El tercer cambio de vestuario es para Slave for you y I wanna go, que es olvidable comparable con los otros, y después viene uno tipo antiguo Egipto. O sea todo muy dorado. Para Toxic hace más playback que vos cantando en la ducha, pero lo vale totalmente: estética tipo oriental (kimonos, samuráis, esas cosas) y se bailan la vida. Mínimo cambio de vestuario: se saca el “kimono” y ahora está de negro, pero con una especie de chalequito que le dibuja un rayo sobre el pecho (te acordás brevemente de un capítulo de Sex & the city). Es tu vestuario favorito de la noche. Hay algo que te molesta apenas: Britney no parece divertirse. Pensás: pobre mina, ella es la razón de esta fiesta y no puede disfrutarla. Pero es un pensamiento pasajero: es difícil pensar en los objetos de nuestras obsesiones como personas reales.

Cerca del final del show, poco antes de quedarte mirando como una estúpida los papelitos que flotan en el aire, te das cuenta de que a pesar del dolor de cabeza estás en un estado de absoluta felicidad y satisfacción. No es que todo lo que te preocupaba hace dos horas se haya resuelto, no es que hayas descubierto una nueva visión más optimista de la vida, es como si todo lo que está fuera del estadio hubiera dejado de existir. Algunas horas después vas a pensar que es la primera vez que experimentás el estado de la fiesta en sentido antropológico, una suspensión del tiempo real. Sabés que el placer estético no tiene nada que ver, recordás con claridad las sensaciones de Ciudades paralelas, de La flauta mágica, de la primera vez que viste El séptimo sello y de la única obra que viste de El periférico de objetos: el placer estético, al menos para vos, es siempre en algún aspecto doloroso, incluso cuando es una celebración, quizá porque te conecta con tus sentimientos más auténticos, y qué hay más auténtico que el dolor. Por eso te parece que esto tiene que ver con otra cosa, probablemente con el rito, y (también por primera vez) entendés lo que significa un partido de fútbol para tanta gente, podés imaginarte lo que puede ser para un fan de fútbol estar hipnotizado por una pelota en lugar de una rubia. Y lo que tiene a su favor el fanático de fútbol es que 1. él nunca es el único que baila y 2. tiene un enemigo. Pero por ahora, mientras seguís en el Odyssey Arena mirando los papelitos que brillan y sacando las últimas fotos en las que salís con cara de asesina serial, sólo te acordás de la frase de tu hermana que te trajo hasta acá: Britney hace un show en Belfast en octubre, vení a verla conmigo. Esa frase resume tus razones para escribir ficción: hay cosas que son tan terribles, tan complejas o tan extrañas que para entenderlas o transmitirlas necesitamos inventarnos una historia, algo que lo explique mejor que la realidad que vivimos. Esa frase escondía algo demasiado terrible, demasiado insoportable para decirlo claramente, algo que ni siquiera te atrevés a escribir. Vos, que son tan prosaica a veces, respondiste: Britney me importa un carajo, yo te voy a ver a vos. Pero con el tiempo el show de Britney se convirtió en la ficción que justificó tu viaje. A partir de ahora, si alguien te pregunta por qué viajaste a Belfast (¿eso queda cerca de Dublin?) vas a decir “a ver a Britney”. Y si te preguntan por qué no fuiste a verla en Buenos Aires podés decir “no es lo mismo” y, con todo lo que te acabo de contar, les explicás por qué.

The Belfast chronicles: Culture Night

Como si el Lord Mayor de Belfast fuera mi mejor amigo, el primer viernes que pasé acá fue Culture Night: desde las cuatro de la tarde hasta las diez de la noche se pudo disfrutar de actividades gratuitas como exposiciones de artes visuales, obras interactivas, espectáculos callejeros, conciertos, debates y, después de las diez, after-parties. Pueden encontrar toda la información sobre lo que fue acá http://www.culturenightbelfast.com/ pero igual les cuento mi versión. Una de las primeras cosas que vimos (contra mis expectativas mi sis estaba muy interesada en las artes visuales) fueron unos muñequitos muy simpáticos, una versión cute de los Chapman.

Ustedes dirán “qué bien sacada está esa foto”. Sí, porque no la saqué yo. Pedí permiso para sacar fotos, me lo dieron, y cuando fui a buscar la cámara me di cuenta de que no la había llevado. Por suerte Internet nos salva siempre y pueden encontrar más imágenes de la artista, Ursula Burke (últimamente todos los artistas visuales que me gustan son mujeres, o Murillo) en este link: http://www.goldenfleeceaward.com/site/artists/burke%20ursula/gallery.htm

Tengan en cuenta que son todas miniaturas. Tengo una debilidad por las miniaturas. (Sí, ríanse, me lo busqué).

Pasamos por una muestra de fotografía que podría titularse “nos sobraron un par de fotos en el rollo y no sabíamos qué hacer con ellas”, y después por un pasillito que de un lado tenía unos paisajes de colores muy sueltos que podrían titularse “a ver cómo pintan estos pinceles” de los cuales uno o dos Ruth y yo aceptaríamos colgar en el living; y del otro lado unas imágenes de casitas que parecían hechas por una púber que acababa de comprarse una regla y tenía un poco de tiempo libre. Lo que más me gustó de todo esto fue la idea del pasillito, que te obligaba a tener una percepción específica de cada obra, desde una distancia determinada por el ancho del pasillo y durante un tiempo determinado por la gente que estaba esperando detrás tuyo.

Me gustó un cuartito en el que entrabas y decías “la verdad” o sea, lo que fuera la verdad para vos, eras filmado, y después ibas a formar parte de una creación colectiva.

Yo estaba particularmente interesada en escuchar los Five Minutes Mysteries del Wireless Mystery Theatre. Era una especie de radio teatro en vivo que se escuchaba desde la calle, pero lo más divertido para todo el mundo eran las publicidades entre las historias de misterio, que imitaban el acento norteamericano. Hasta que no me lo explicaron no lo entendí.

Pero sí disfruté mucho de los espectáculos callejeros: magos, una especie de low profile bmx (acrobacias con bicicletas sin que nadie saliera volando) seguido por unos chicos que hacían swing (figuras de fuego) y una “rueda de roedor” gigante... en fin, vean las fotos.

Bastante mala una chica que cantaba con una banda, iban arriba de un camión.

Conclusión, quedé encantada, tomé un poco de ale y dije “ay, pero qué vida tiene esta ciudad”. Mi hermana me dijo que no me entusiasmara: Culture Night es una vez al año.

Las siguientes noches de finde nos dedicamos a recorrer los bares ilustres, cuando terminemos abriré un álbum en FB con las explicaciones correspondientes.