Los que se alejan cantando nunca del todo se van


Un novio me dijo hace un tiempo “me das tres días y te parece mucho, pero me habías prometido toda la vida”. Ahora me pasa lo mismo pero al revés: estos cuatro meses me parecen poco, pero hace un año pensaba que no iba a poder volver nunca. Mi papá siempre dice: la diferencia entre nada y dos no es dos, es infinita. Y tiene razón, cuatro meses es todo.
Igual me gustaría ser yo quien toma esta decisión, que quizá sería la misma: en Buenos Aires están muchos amigos, la familia, los alumnos, el teatro (Mininno acaba de estrenar obra nueva), mi hermano para contradecirme cada palabra y las horas al teléfono con mi hermana, así que no es tan descabellado pensar que quizá para estas mismas fechas estaría volviendo por voluntad propia. Escribir sobre las obras de Ariel Farace me recordó la experiencia de verlas y ya me dan ganas de estar en la Casona tomando la tradicional cerveza post-teatro con amigos. Extraño escuchar a alguien hablar de la nada, porque ahora cuando la gente me habla es para decirme algo concreto, nunca para divagar sobre el arte, el sexo, las drogas o el rock and roll. Quiero que nos quedemos callados y que miremos a la gente pasar.
Así que sí, ganas tengo, pero igual me jode. El río tiene algo que no puedo explicar sin ponerme cursi, una especie de imán, de necesidad de estar cerca, y esta despedida se parece tanto al fin del amor que me pregunto si tendría razón mi ex cuando dijo que yo ya no estaba enamorada de él sino de la vida que llevábamos juntos. O a lo mejor es sólo que estoy cagada de miedo y desde acá el mundo parece un lugar seguro.
En cualquier caso, cuando voy a la costa a escuchar música mientras Negrita y Pea se arrancan mutuamente las mandíbulas y Gabi y Mis ronronean sobre mis piernas como motorcitos, cuando miro el cielo y huelo el pasto, sé que es una suerte tener tanto que perder, que esto me duela tanto como me dolió Buenos Aires, Córdoba, Donostia y Belfast. Pero más que nada es una suerte llegar alegre a todas partes, porque desde hace tiempo creo que quienes no sabemos tejer y no queremos parir no podemos vivir en la espera sino en los mares y los caminos.
Cuando vuelvo a casa me gusta escuchar a Liliana Herrero cantar una canción que Fandermole escribió sobre otro río. Dice así:
Llevo mi sombra alerta sobre la escama del agua abierta
y en el reposo vertiginoso del espinel
sueño que alzo la proa y subo a la luna en la canoa
y allí descanso hecha un remanso mi propia piel.
Calma de mis dolores, ay, Cristo de los pescadores,
dile a mi amada que está apenada esperándome,
que ando pensando en ella mientras voy vadeando las estrellas,
que el río está bravo y estoy cansado para volver.

Eufemismos


Una amiga me pregunta por un aspecto de mi vida, digamos, para no decir exactamente sobre qué me pregunta, que se interesa por el estado de mis “mermeladas”. Pienso “Esta chica qué se piensa, si yo vivo acá en medio del campo no puedo estar consiguiendo mermeladas nuevas todo el tiempo.” Le respondo “sin novedades” pero por las dudas abro la alacena para chequear. Imaginen mi sorpresa cuando no puedo abrir el frasco de la mermelada de frambuesa, mi mermelada favorita. Lo intento dándole golpecitos en la tapa, trato de destrabarla con un cuchillo pero nada. ¿Cómo es posible, si hasta hace poco estaba tan dulce y olorosa? Lloro toda la tarde por tenerla ahí, a la vista, y no poder saborearla. Recuerdo que cuando estaba casada como a mi marido le gustaba el pan con manteca yo no comía nunca mermelada y algunas mañanas, mientras tomaba mi café, descubría que me moría por una buena cucharada de mi sabor favorito. A veces me iba al supermercado a escondidas para mirar los frascos tan rojitos y tentadores. Miraba el precio, los ingredientes, las calorías. Aunque se me hacía agua la boca volvía siempre, casta y pura, a la mesa matrimonial. Y ahora, que pensaba que la mermelada de frambuesa era toda mía descubro que no se puede abrir. “Malvada”, pienso, “con lo mucho que me gustás, en el desayuno, en la merienda, en algún postre, te comería siempre, si hasta te llevaría en la cartera para tenerte más cerquita.” Siento que es una ingrata, una traidora y todas esas cosas que uno piensa cada vez que no puede abrir un frasco de mermelada, pero tengo que admitir que, abierta o cerrada, sigue siendo mi mermelada favorita.
Para consolarme un poco me fijo qué más hay a la vista. Al fondo había guardado un frasco vacío de mermelada de naranja, que me hizo feliz por un tiempo pero se me terminó rápido. Aquella vez cuando vi el fondo del frasco me dio un ataque y mis amigas tuvieron que hacerme entender que no era por la mermelada de naranja que estaba tan triste, sino por otras mermeladas que se me habían acabado en otras épocas. Mis amigas tenían razón pero igual grité a los cuatro vientos que todas las mermeladas del mundo podían irse a la concha de su hermana, que no me buscaran más porque yo ya no estaba para boludeces (salvo para mi adorada mermelada de frambuesa, snif). Pero... guardé el frasco. Cuando tenga una hija le voy a decir “¡siempre hay que guardar los frascos, que nunca se sabe cuándo los vas a necesitar!” En efecto, en mi momento de dolor descubro que por arte de magia la mermelada de naranja está llena y con la tapa bien flojita. Me digo que a veces las mermeladas se hacen las que están vacías cuando en realidad están llenas, quién sabe por qué, quizá por coquetas, o quizá soy yo la que no sabe mirar los frascos (una parte de mi piensa que habría que insistir con la mermelada de frambuesa y otra parte de mí dice que me dije de hinchar los huevos con la mermelada de frambuesa). El tema con la mermelada de naranja es que ahora está distinta... digamos que por su consistencia ya no puedo comerla en tostadas sino sólo a cucharadas. No estoy segura si me va a gustar así (yo quería el desayuno completo) pero tendría que probar.
Mientras le dirijo miradas de odio llenas de lágrimas a la mermelada de frambuesa (¡pérfida!), me doy cuenta de que otro frasquito me llama la atención: la mermelada de tomate. Hace tiempo se me cayó al suelo porque soy muy torpe (soy una verdadera forra, para ser sincera) y pensé que se me había roto para siempre. Pero con un poco de cuidado, un poco de La Gotita por acá, juntar los pedacitos de vidrio por allá, parece que está en mejor estado que nunca. De hecho ahora mismo, mientras les escribo, sólo por pensar en la mermelada de tomate sonrío sin querer. Ay, tomate mío. Cuando la probé hace un tiempo me asusté por el sabor exótico e inesperado y fue por eso que se me cayó al suelo (y porque soy bastante imbécil). Pero ahora me doy cuenta de que aunque sueño con la mermelada de frambuesa me despierto pensando en la mermelada de tomate. Me imagino que puedo usarla incluso más que la mermelada de frambuesa, quizá no sólo para los desayunos y las meriendas sino también con alguna ensalada o en cualquier momento del día. “No te entusiasmes” me digo “que todavía está en el frasco”, pero la verdad es que no puedo esperar que sea la hora del desayuno para probar a mi dulcísima mermelada de tomate.

Argentina está informada


En Buenos Aires mi radio no tenía antena, así que con toda la onda agarraba alguna radio de hits, y eso sólo cuando se despertaba de buen humor, así que en general la musicalización de mi vida dependía de mi iTunes y de los videos que los amigos publicaban Facebook. Acá es otra cosa. Lejos lejos lejos del pueblo, no te digo que tengo una locura de cosas para elegir pero como mínimo tengo cuatro opciones muy variadas antes de recurrir a la música de la compu y los cds. A la mañana, después de darle el desayuno a los gatos, antes incluso de poner la pava, enciendo
A mi manera
Creo que no hay en el mundo título más descriptivo de un programa de radio. Ariel, el chico que conduce hace absolutamente lo que quiere. La primera parte del programa pasa folklore y la segunda “música del recuerdo” (ey, tú, muchacha triste, ven, dame un beso, eso). Cuenta chistes y yo me río a carcajadas: ¿qué fue lo último que se escuchó en el Titanic? “No le des el timón a ella”. Es un programa relajado, para escuchar tomando mate (o en su defecto, viendo con cierta preocupación que afuera la perra y la gata huelen simultáneamente el culo de dicha gata), entre la música escuchás la mitad de los diálogos que el locutor tiene con alguien que no tiene micrófono; otras veces el chico se ríe de Dios sabe qué; se sortean kilos de helado, bolsas de fruta y tapas de inodoro (dependiendo de quién sea el auspiciante del día).
Tranqueando por la Patagonia
Este en realidad es un programa de la noche, el último que escucho si es que tengo la radio encendida a esa hora, pero lo relaciono con el de la mañana porque me pasó algo parecido con los dos. Con A mi manera me pasa que salgo del auto donde lo venía escuchando, entro en la ferretería o la verdulería o lo que quieras, y ahí lo están escuchando. Lo escuchamos todos. Un día que no había conexión con Trelew (no funcionaba ni el banco ni los celulares) en la radio al otro día dijeron “y la gente que escucha Tranqueando por la Patagonia anoche no lo pudo escuchar” (el programa es de Trelew) y yo pensé “hablan de mí”. Fue una sensación rara, porque en realidad era “hablan de nosotros”. No acostumbro tener un nosotros en mi consumo de productos culturales: veo cine más que nada en casa (con una pocas excepciones en la Lugones) no miro tele, de la radio ya hablamos y al teatro, el nosotros por definición, voy como crítica, o sea, no es mi noche libre, es mi noche de trabajo y eso me separa, hasta cierto punto, de los demás. Pero acá era un nosotros clarísimo. Gente de todo Chubut, gente acostumbrada al frío en enero, a mirar el horizonte para saber el pronóstico, al ruido que hacen las vacas cuando las preñan, al temor de que el viento se lleve esa chapa. Toda esa gente, todos (qué raro decirlo) nosotros, mientras cenamos o lavamos los platos, escuchamos esa música que habla de ríos y cielos y facones y riendas. No termino de imaginarme esas otras vidas de los que nacieron en el campo y para el campo, de los que no lo eligieron y de los que, si les dieran la oportunidad, volverían a elegirlo; apenas adivino la ventana abierta y el mosquitero en las noches de calor, el polvo (que no se sabe si es polvo o es ceniza) en la cara y en las manos.
No termino de ser un nosotros, porque apago la radio para ir a ver Dexter o Midsomer Murders, porque no sé los nombres de los cantores ni sé bailar ni siquiera sé hacer un cordero a la cruz. Pero en esta anchísima Patagonia están los del mar, estamos los de la montaña y está todo lo del medio, con gente tan distinta que creo que hay un lugar para mí. El otro día, en la ferretería uno de los chicos que atienden se refirió a mí diciéndole a otro “no te preocupes, que la gente del campo nunca está apurada”. Eso, soy gente del campo.
Espacio publicitario
La publicidad es distinta en un pueblo, no es de ninguna manera un llamado al consumismo como en las grandes ciudades, y los anunciantes son gente que uno conoce. Por ejemplo, la publicidad de Ferromac dice que para ellos no sos un número, y es cierto, a mí me conocen, saben dónde vivo, quién es mi viejo, que no tomo mate y que doy vergüenza haciendo maniobras con la camioneta, y yo también sé que cuando llamo voy a hablar con Kari o con Mauro. La única publicidad que apunta al consumismo (si comprás esto vas a ser alguien distinto) es la de Centro Óptico Amancay. Dice: “descubrí quién podés ser con lentes de contacto”. Me jode un poco esta publicidad porque entre las cosas que promueven está “mejorar tu aspecto”, lo cual me recuerda cada vez que la escucho (una diez veces al día) que doy verdadero asco. Engordé tanto que yo misma me sorprendo: cómo es posible que engorde alguien que (hasta que empezó el frío) corría cincuenta kilómetros por semana. Con torta al vino blanco y helado de naranja, that’s how. Pero si eso fuera todo no sería grave, acá venden pantalones más grandes que en Buenos Aires y gordita no estoy tan mal. El problema es que eso de comer manteca hasta cuando duermo no sólo me destroza la silueta sino también el cutis: tengo granitos hasta en los granitos. Pero sigue: tomo té como si me fuera la vida en ello, y ustedes dirán “qué adicción más saludable”, y yo estaría de acuerdo de no ser porque se me mancharon los dientes. Además, como yo soy boluda hasta en lo que es a prueba de boludos, se me rompieron los lentes de contacto (no sé ni cómo lo hice) y los anteojos dejan de ser cute cuando pasás los treinta. Mi pelo está divino (no me da vergüenza decirlo porque no es mérito mío sino de los productos de Cabello y Salud) pero mi peinado es un verdadero escándalo: como no voy a la peluquería desde septiembre, es una masa informe que no se puede atar, ni trenzar, ni nada de nada.
Así estaba, gorda, anteojuda, granulienta, despeinada, sin más maquillaje que el polvo de la ruta, con una remera que tengo desde los quince (donde Negrita ya había posado sus patitas llenas de barro) y un jean (ok, el jean irlandés me queda divino, pero es lo único) cuando conocí a Sr. Agropecuario. Oh, dear. Tiene que ser el tipo más sexy de la región. No me entiendan mal, acá hay muchos tipos lindos, pero este es distinto, parece que mientras todos estamos comiendo tortas fritas y escuchando folklore, él toma whisky y escucha tango. Me gustaría poder describírselos un poco más, pero al minuto de llegar ya no podía sostenerle la mirada. Lo único que recuerdo con claridad es su voz al decir “¿señorita Sofía?” cuando me oyó abrir la puerta. Lo que sigue es una nebulosa en que yo decía pelotudeces (me contuve de hablar de mis gatos para que no cambiara el “señorita” por “señora”) y él se mostraba comprensivo cuando mis nervios me hicieron comportarme como una adolescente retrazada. Hice un intento vergonzoso de averiguar si estaba soltero, intento infructuoso, aunque no creo que tenga ninguna importancia, porque mientras él emanaba sensualidad, yo emanaba olor a perro.
Mentía cuando te decía “quedate tranquila, corazón”
Tuve un par de veces la situación bizarra de ir por la avenida principal con las ventanillas bajas, algún “hit del verano” sonando a todo volumen y la mano que tengo libre en lo alto moviéndose al compás. Cuando me doy cuenta (me quiero matar pensando en las mil veces que seguro no me doy cuenta) bajo el volumen, muevo los hombros en lugar de la mano y me pregunto si Eminem estaría orgulloso de mí. Para los que piensan “esta es la típica forra que vi mil veces por Avenida Pueyrredón” les diré “¡no! Yo soy otra clase de forra”. No es que trate de llamar la atención (para eso se inventaron las minifaldas, ¿vio?) , es que vengo con volumen de ruta y muchas veces el sol convierte el auto en un hornito, pero como afuera el aire está fresco es ideal bajar las ventanillas y dejarlo correr. Acá, les recuerdo, el aire huele bien. Así es como quedo haciendo payasadas en medio del pueblo. Es como cuando estoy a los saltos y cantando a los gritos en la costa y de pronto veo que unos pescadores me miran desde la otra orilla, me olvido que esto de vivir aislada del mundo en realidad no es tan aislado.
Hay fiesta en Los Cipreses
Hace tiempo que están anunciando la Fiesta del Triunfo, una fiesta campera acá en el pago. Me preguntaba cómo funcionaría teniendo ese mismo fin de semana la gran Fiesta del Caballo tan cerca (sobre la que se decía que si no tenías reserva mejor no fueras, porque no quedaba ni una cama libre) y con el clima amenazando todo el jueves y el viernes. Sin embargo, el finde largo fue inmejorable: el sábado amaneció soleado y con un ochenta y cinco por ciento de ocupación en Trevelin. El domingo tuve un rato libre y fui; como jamás había estado en algo parecido la adrenalina me empezó a subir en cuanto vi el óvalo de verde entre el campo de autos estacionados. Mi madre me había pedido que comprara cosas para la casa en la feria, pero si había una feria yo ni me enteré, me quedé plantada al costado de una camioneta ajena que me protegía del viento, desde donde podía escuchar a los payadores (una especie de comentadores con rima) y veía los tres palenques. Acá viene explicación para la gente tan colgada de una palmera como yo: una fiesta campera es un gran evento (en verano se hacen por todo el país y mueven muchísima gente) que dura dos o tres días, en los que se hacen competencias de doma, asados, conciertos y alrededor del campo hay una feria de comidas y artesanías. Algunas fiestas incluyen actividades para todos, y competencias parelelas, como lazo o carreras. Lo que no puede faltar es la jineteada y el asado. Los palenques son unos palos que dibujan una línea en el centro del campo, y están bastante separados entre sí porque ahí se atan los caballos. El caballo que se va a “domar” tiene los ojos tapados mientras con otros lo chucean (el término es mío, no sé cómo se llama eso que hacen): lo empiezan a empujar de atrás como para enojarlo, porque lo peor que te puede pasar es que el caballo se te quede tranquilito (ok, no, lo peor que te puede pasar es que te mate, pero es difícil que pase eso). Cuando dan permiso (está todo súper organizado) suena una campanita y sueltan el caballo: el jinete tiene que quedarse (durante unos segundos) agarrado con una mano y con los dos pies en los estribos mientras el caballo pega unos saltos que parece que va a salir volando. Cuando vuelve a sonar la campanita los padrinos tienen que sacarlo del caballo si todavía no se cayó. Todo eso que vieron en las películas y que no se creyeron es verdad. Claro que yo era la única que miraba con la boca abierta, alrededor todos seguían tomando cerveza y comiendo papas fritas como si los tipos esos no fueran semidioses. Mi favorito es Juan Cruz Córdoba, aunque salió segundo. Cada vez que alguno se caía, el comentador decía “no pasó nada” y yo pensaba “cómo que no pasó nada, el tipo perdió”. Después lamentablemente entendí qué significaba que pasara algo: uno de los jinetes se cayó y no se levantaba. Esto no es como el fútbol, acá nadie hace teatro, este es deporte de machos, el que no se levanta es porque no puede. Salió la ambulancia en cuestión de segundos, al rato el jinete volvió con los demás, pero no había pasado media hora que la ambulancia tuvo que llevárselo al hospital. La fiesta siguió como si nada así que supongo que esto es bastante común. Yo me fui cuando la lluvia comenzó a enfriarme hasta las raíces del pelo, que no estoy para enfermarme.

Noviando anduve en Cuyo, me casé en Salta, pero mi novia era de Catamarca
Hay ciertas cosas a las que no me acostumbro, que me impactan como el primer día: los colores de los árboles de Plaza Dorrego o de Congreso en las noches octubre, la sonrisa de un par de hombres, la inteligencia de mis hermanos, la generosidad de mis padres, la chica de Hiroshima, mon amour sola frente al espejo, la sensación de flotar en el agua, la Carpeta de apuntes de Michael Ende, la suerte de contar con estos amigos. La Patagonia tiene eso: incluso en mi más álgida adolescencia, en que nada me caía bien, ver el cielo tan grande me daba una especie de alegría calma. Ahora creo que ya entonces, sin saberlo, sentía que estaba llegando a casa. Aunque el paisaje me lo conozco de memoria, muchas veces paro en el camino del pueblo a casa para ver cómo cae el sol, o me quedo embobada con los rosales cuando salgo a darle de comer a los gatos, y aunque arrecie el viento bajo a la costa a mirar el río. Sé que no puedo quedarme acá para siempre, no sólo porque tengo una cuenta pendiente con el mar, sino porque, por supuesto, está el fantasma (HRT, campo visual, presión, etc etc) que sólo atiende en Buenos Aires. Admito que de vez en cuando aparecen puntadas de dolor (juntar la leña no era mi trabajo la última vez que estuve acá) pero son sólo momentos, que no se comparan con la alegría de poder llamar a algo, con convicción, mi casa. Creo que era Bowlby el que decía que para tener el valor de alejarse es necesario saber a dónde se puede volver, y creo que esas ganas de viajar pero saber dónde está mi cuarto mi cama mis cosas es lo que me gusta de mi programa favorito: Estación Central. Se plantea como “un tren” que recorre la música de todo el país pero siempre haciendo una vuelta a las historias de la gente de Chubut, y en realidad no se diferencia demasiado de otros programas de folclore salvo por ese concepto y por la hora a la que termina, cuando va cerrando el día y uno se alegra de volver a casa, enciende la luz del frente y se prepara para ir a la cama.
Winnicott dice que para los nenes el hogar es el lugar donde tienen los juguetes, donde duerme el perro, donde la madre cose y algo hierve en la cocina. Para mí el hogar es donde enciendo una lámpara junto a la cama y me pongo a leer antes de dormir. Quizá por eso me cuesta tanto dormir en casa ajena, porque no se supone que cuando uno va de visita lleve también un libro (mi hermana tuvo la delicadeza de poner una lamparita junto a mi cama en su casa, gracias a la que leí durante horas The Ministry of Fear). Supongo que mientras lleve un libro en la cartera llevo también una parte de mi hogar, y mientras tenga esta Ítaca a donde volver puedo salir a surcar esos mares.
Mitre informa primero
En Continental está la verdad, en Radio Nacional Argentina está informada pero Mitre me informó primero (en un programa de tango y dicho medio al pasar) que la policía estaba rodeando la estación de Once. Por una milésima de segundo sentí la alegría y el horror de pensar “empezó la revolución”. Pero no, qué va a empezar. Por sms averigüé lo que había pasado y me enteré que, de los míos, no se había muerto nadie. Los programas nacionales y provinciales que repiten las radios locales me acostumbraron a pensar en Trelew como Mordor y Buenos Aires ya es un mundo aparte. Acá los ladrones no la tienen tan clara y no se dan cuenta que para robar primero hay que arreglar con la policía, si no podés arreglar con la policía (ponele que todos los policías son honestos) no robés, porque al otro día te agarran. Eso si robás en grande, pero acá hay tan poco movimiento delictivo que sale en los diarios cuando a una señora le roban la cartera en el supermercado (“me di cuenta cuando fui a pagar”) o cuando entran en un casa para robar un perfume importado. Les juro, robaron eso y les arruinaron la pelopincho, nada más. Así y todo las tragedias porteñas llegan opacadas y en los días siguientes al accidente del tren, acá lo que fue noticia es que apareció un ataúd (dicen que con muerto y todo) en un descampado. Cuando fue la policía ya no estaba más. Además, salió la noticia de que hay un chico viviendo abajo de un puente, que parece que lo maltrataban en la casa y ahora es adicto a la nafta, y la presidenta del barrio (acá todos los barrios tienen presidente) estaba muy preocupada por el pobre chico y pedía a no sé quién que la municipalidad se ocupara de él. Tener estos problemas está bueno, son cosas que se pueden solucionar. El otro día vi el documental El Almafuerte, terminé gritándole improperios a la almohada recordándome que yo no puedo cambiar el sistema penitenciario y que los partidos políticos están más preocupados por la soja, el aborto y la minería. Y no me quejo, está bien, hay muchos problemas y tan complejos que probablemente ni siquiera se solucionen los que están de moda. No le doy la espalda a los problemas inabarcables, pregunto, me entero, hago click, leo artículos sin ver las fotos y agrego otro puchito a esa montaña de angustia e impotencia que todos vamos juntando desde que sabemos que mientras a nosotros se nos pudre la fruta hay gente que se muere de hambre. Así que, a la vez que arrastramos la montaña, francamente está bueno putear porque no me asfaltan la ruta 259 y saber que aunque hace dos años me volvía loca llevando basura de acá para allá ahora el camión pasa una vez por semana.
Ahora habla la voz de todos los chubutenses
Si en Buenos Aires hay gente de trabajo, en Chubut “unidos podemos más”. Aunque la propaganda local tiene un tinte muy kirchnerista (lo de que una persona hable por los demás, o sea la encarnación del deseo popular) en realidad el gobernador estaba con Das Neves y ahora que se hizo amigo de Cristina hay unos cuantos subnormales que hablan de traición. Disculpen lo de subnormales, pero a  ver, señores, ser amigo del jefe siempre es bueno, si nuestro jefe es amigo del súper jefe todos vamos bien. No te digo que no la critiquen (ella, que gobierna a los que la quieren y a los que no la quieren), pero si yo fuera gobernadora no dudaría ni un segundo en ir a hacerme la manicura con Cristina y ahí, mientras se nos ablandan las cutículas, tirarle un palito sobre los glaciares y la minería.
Pero volvamos a la cotidianeidad que llevamos nosotros, simples mortales. A lo mejor me llenó la cabeza esto de que unidos podemos más, o simplemente perdí por completo la razón y por eso, aunque hace diez años que no toco, tomé la decisión kamikaze de unirme a un grupo de cuerdas. Cuando logro tocar la nota que tengo que tocar no desafino demasiado, pero eso ocurre muy poco. Trato de ubicarme cerca de la profe para seguirle los dedos y el arco, pero así y todo, aunque empiezo bien, en determinado momento ya no toco lo que tocan los demás. Me quedo con cara de papa frita y con ganas de gritar qué pasó. Cuando la situación es demasiado patética me resigno a seguir al resto sin el arco, pero hasta que llega ese momento le arruino el pastel al pobre que le haya tocado estar al lado mío, porque imagínense lo difícil que es coordinar con varias voces como para encima tener a una imbécil que toca cualquiera y te saca del estado zen en que uno tiene que estar para hacer música en grupo. Estoy segura de que pronto empezarán a llegar las amenazas de muerte, pero hasta que no me eche la profe voy a seguir yendo, total, papelones paso desde que tengo memoria.