Los que se alejan cantando nunca del todo se van


Un novio me dijo hace un tiempo “me das tres días y te parece mucho, pero me habías prometido toda la vida”. Ahora me pasa lo mismo pero al revés: estos cuatro meses me parecen poco, pero hace un año pensaba que no iba a poder volver nunca. Mi papá siempre dice: la diferencia entre nada y dos no es dos, es infinita. Y tiene razón, cuatro meses es todo.
Igual me gustaría ser yo quien toma esta decisión, que quizá sería la misma: en Buenos Aires están muchos amigos, la familia, los alumnos, el teatro (Mininno acaba de estrenar obra nueva), mi hermano para contradecirme cada palabra y las horas al teléfono con mi hermana, así que no es tan descabellado pensar que quizá para estas mismas fechas estaría volviendo por voluntad propia. Escribir sobre las obras de Ariel Farace me recordó la experiencia de verlas y ya me dan ganas de estar en la Casona tomando la tradicional cerveza post-teatro con amigos. Extraño escuchar a alguien hablar de la nada, porque ahora cuando la gente me habla es para decirme algo concreto, nunca para divagar sobre el arte, el sexo, las drogas o el rock and roll. Quiero que nos quedemos callados y que miremos a la gente pasar.
Así que sí, ganas tengo, pero igual me jode. El río tiene algo que no puedo explicar sin ponerme cursi, una especie de imán, de necesidad de estar cerca, y esta despedida se parece tanto al fin del amor que me pregunto si tendría razón mi ex cuando dijo que yo ya no estaba enamorada de él sino de la vida que llevábamos juntos. O a lo mejor es sólo que estoy cagada de miedo y desde acá el mundo parece un lugar seguro.
En cualquier caso, cuando voy a la costa a escuchar música mientras Negrita y Pea se arrancan mutuamente las mandíbulas y Gabi y Mis ronronean sobre mis piernas como motorcitos, cuando miro el cielo y huelo el pasto, sé que es una suerte tener tanto que perder, que esto me duela tanto como me dolió Buenos Aires, Córdoba, Donostia y Belfast. Pero más que nada es una suerte llegar alegre a todas partes, porque desde hace tiempo creo que quienes no sabemos tejer y no queremos parir no podemos vivir en la espera sino en los mares y los caminos.
Cuando vuelvo a casa me gusta escuchar a Liliana Herrero cantar una canción que Fandermole escribió sobre otro río. Dice así:
Llevo mi sombra alerta sobre la escama del agua abierta
y en el reposo vertiginoso del espinel
sueño que alzo la proa y subo a la luna en la canoa
y allí descanso hecha un remanso mi propia piel.
Calma de mis dolores, ay, Cristo de los pescadores,
dile a mi amada que está apenada esperándome,
que ando pensando en ella mientras voy vadeando las estrellas,
que el río está bravo y estoy cansado para volver.

Eufemismos


Una amiga me pregunta por un aspecto de mi vida, digamos, para no decir exactamente sobre qué me pregunta, que se interesa por el estado de mis “mermeladas”. Pienso “Esta chica qué se piensa, si yo vivo acá en medio del campo no puedo estar consiguiendo mermeladas nuevas todo el tiempo.” Le respondo “sin novedades” pero por las dudas abro la alacena para chequear. Imaginen mi sorpresa cuando no puedo abrir el frasco de la mermelada de frambuesa, mi mermelada favorita. Lo intento dándole golpecitos en la tapa, trato de destrabarla con un cuchillo pero nada. ¿Cómo es posible, si hasta hace poco estaba tan dulce y olorosa? Lloro toda la tarde por tenerla ahí, a la vista, y no poder saborearla. Recuerdo que cuando estaba casada como a mi marido le gustaba el pan con manteca yo no comía nunca mermelada y algunas mañanas, mientras tomaba mi café, descubría que me moría por una buena cucharada de mi sabor favorito. A veces me iba al supermercado a escondidas para mirar los frascos tan rojitos y tentadores. Miraba el precio, los ingredientes, las calorías. Aunque se me hacía agua la boca volvía siempre, casta y pura, a la mesa matrimonial. Y ahora, que pensaba que la mermelada de frambuesa era toda mía descubro que no se puede abrir. “Malvada”, pienso, “con lo mucho que me gustás, en el desayuno, en la merienda, en algún postre, te comería siempre, si hasta te llevaría en la cartera para tenerte más cerquita.” Siento que es una ingrata, una traidora y todas esas cosas que uno piensa cada vez que no puede abrir un frasco de mermelada, pero tengo que admitir que, abierta o cerrada, sigue siendo mi mermelada favorita.
Para consolarme un poco me fijo qué más hay a la vista. Al fondo había guardado un frasco vacío de mermelada de naranja, que me hizo feliz por un tiempo pero se me terminó rápido. Aquella vez cuando vi el fondo del frasco me dio un ataque y mis amigas tuvieron que hacerme entender que no era por la mermelada de naranja que estaba tan triste, sino por otras mermeladas que se me habían acabado en otras épocas. Mis amigas tenían razón pero igual grité a los cuatro vientos que todas las mermeladas del mundo podían irse a la concha de su hermana, que no me buscaran más porque yo ya no estaba para boludeces (salvo para mi adorada mermelada de frambuesa, snif). Pero... guardé el frasco. Cuando tenga una hija le voy a decir “¡siempre hay que guardar los frascos, que nunca se sabe cuándo los vas a necesitar!” En efecto, en mi momento de dolor descubro que por arte de magia la mermelada de naranja está llena y con la tapa bien flojita. Me digo que a veces las mermeladas se hacen las que están vacías cuando en realidad están llenas, quién sabe por qué, quizá por coquetas, o quizá soy yo la que no sabe mirar los frascos (una parte de mi piensa que habría que insistir con la mermelada de frambuesa y otra parte de mí dice que me dije de hinchar los huevos con la mermelada de frambuesa). El tema con la mermelada de naranja es que ahora está distinta... digamos que por su consistencia ya no puedo comerla en tostadas sino sólo a cucharadas. No estoy segura si me va a gustar así (yo quería el desayuno completo) pero tendría que probar.
Mientras le dirijo miradas de odio llenas de lágrimas a la mermelada de frambuesa (¡pérfida!), me doy cuenta de que otro frasquito me llama la atención: la mermelada de tomate. Hace tiempo se me cayó al suelo porque soy muy torpe (soy una verdadera forra, para ser sincera) y pensé que se me había roto para siempre. Pero con un poco de cuidado, un poco de La Gotita por acá, juntar los pedacitos de vidrio por allá, parece que está en mejor estado que nunca. De hecho ahora mismo, mientras les escribo, sólo por pensar en la mermelada de tomate sonrío sin querer. Ay, tomate mío. Cuando la probé hace un tiempo me asusté por el sabor exótico e inesperado y fue por eso que se me cayó al suelo (y porque soy bastante imbécil). Pero ahora me doy cuenta de que aunque sueño con la mermelada de frambuesa me despierto pensando en la mermelada de tomate. Me imagino que puedo usarla incluso más que la mermelada de frambuesa, quizá no sólo para los desayunos y las meriendas sino también con alguna ensalada o en cualquier momento del día. “No te entusiasmes” me digo “que todavía está en el frasco”, pero la verdad es que no puedo esperar que sea la hora del desayuno para probar a mi dulcísima mermelada de tomate.