The Belfast chronicles: Al principio fue Londres

No sé dónde empecé a sentir que esa podía ser mi ciudad, si dando vueltas por Hyde Park, esquivando gente que corría por The Queen’s Walk o tomando mi Earl Grey en The National Gallery, pero sé que cuando todos nos reíamos en el Arcola Theatre ya estaba en casa. Podríamos empezar por el principio, pero mejor empecemos por el teatro, que es lo que les importa a todos. Cuando uno de los personajes viajeros de Singer llega a un pueblo lo primero que hace es buscar una sinagoga y yo, mujer de fe pero sin religión, siempre añoré esa sensación de pertenencia, ese hogar asegurado fueras donde fueras, incluso si, como los personajes de Singer, renegabas de Dios. Hace poco una amiga me propuso iniciar una logia pero creo que, al menos por el momento, no lo necesito. Les explico por qué. Dos noches antes de partir tuve una acalorada discusión sobre si Catan (http://carlasegaliniprensa.blogspot.com/2011/05/criticas-catan-por-sofia-castano.html) era buena o no. A mí me encanta, a él le parece un desastre. Propuse estar de acuerdo en estar en desacuerdo antes de que las botellas comenzaran a estrellarse contra cabezas ajenas. Pero lo importante es que los dos coincidíamos en que el teatro es algo por lo que vale la pena discutir acaloradamente, que una obra puede ser un insulto para el espectador, que no nos importa cuántos actores había en escena ni si había sillas o gradas o qué. Hay algo que tenemos en común y que no hace falta discutir ni aclarar y creo que eso mismo tenemos en común con cierto público de Londres.

Este es el teatro donde fui a ver Tell them I’m young and beautiful, en la noche del miércoles:

El escritorio que ven a la derecha (detrás de la chica sentada en primer plano) es la boletería; más atrás, donde dice bar, hay algunas mesas y sillas de madera donde la gente toma unas copas de vino; podría decirse que es una versión un poco más consumista de Espacio Callejón. A esta altura (recuerden que llegué el martes) ya me manejaba bastante bien con el subte, ya me había pateado toda la ciudad escuchando música y ya me había decidido a llegar “menos diez” como suelo hacer en los teatros porteños (salvo que en este caso supuse que la obra no iba a empezar media hora tarde), o sea, todo muy home sweet home. Pero. La chica de la boletería me pidió mi student card y yo me quedé petrificada. No entendí absolutamente nada de lo que me había dicho, sólo el sentido común me indicó que tenía que sacar mi libreta donde una Sofía de veinte años le asegura a la gente que sí, a pesar de tener nietos todavía soy estudiante. La chica boletera (no existe la palabra, ¿no?) la chequeó, me dio mi entrada y dijo algo más. What the fuck. Qué carajo me está diciendo esta mina. Lo repitió. Ah, listo. Puse cara de “hago de cuenta que te entiendo pero las dos sabemos que no entendí ni una palabra” y me mezclé con la gente del bar. Me pregunté si todo esto era una equivocación, si no estaba lista para ver teatro en inglés ni para estar sola ni para viajar ni para existir. Entré en la sala: unas cincuenta sillas distribuidas por un espacio sin escenario. La escenografía: algunas cañas sostenidas por una base redonda, formando un semicírculo. Lo único que parecía diferente era la edad del público, más variedad, algunos de una generación anterior al público habitual porteño. Se apagan las luces de la platea, se encienden las de la escena. Un grupo de personas entra cantando, una narra, otros simulan ser vacas, echan a suertes quién va a ser el granjero. Sí, esto lo conozco, es diferente, otras historias, otras preocupaciones, otro objetivos, pero sí, estoy en casa. (No, hoy no hablo de la obra en sí, lo dejo para medios más apropiados.)

¿Cómo llegué a esta familiaridad? ¿Soy tan fácil que me ponés a un par de tipos mugiendo y ya me siento en casa? No, fue de a poco. En primer lugar, tenía un mapa. Cuando llevás una ciudad en la cartera es más fácil sentir que es tu ciudad. Pero además hay mapas por todas partes, Londres te invita a recorrerla. Mientras caminaba con mi fish n’ chips entendí desde el principio que ahí todo el mundo corre, y corren por todas partes. La ciudad es de los corredores. Qué más se puede pedir. Se podría pedir un río con puentes preciosos, un clima templado pero sin sol, alguna llovizna refrescante. Listo, eso es Londres en septiembre.

Ese primer día también fui a Saint James Park, que me hizo pensar en Cléo de 5 a 7, tan íntimo, casi solitario, pero a la vez se sentía seguro, quizá tengan algo que ver las miles de cámaras que vigilan Londres.

Por supuesto, la primera noche fue un poco patética y tuve que preguntarme qué me hacía sentir sola, qué estaba extrañando, ¿el snobismo pequeño burgués? ¿los cambios de humor repentinos? ¿la exigencia de que yo estuviera siempre feliz, siempre disponible? ¿la absoluta falta de empatía? ¿no tengo suficiente gente que me quiere? ¿no tengo incluso suficiente gente que me dice bombón? ¿qué carajo estaba extrañando? Lo pensé con ganas, con energía, a ver si lograba la situación melodramática de llorar en silencio en una cama cucheta, rodeada de doce extraños que dormían en la habitación de un hostel londinense. No se me ocurría. Tuve que admitir que a veces me siento sola por costumbre, y que esa sensación hay que dejarla pasar como las ganas de tomar coca cola.

El miércoles por la mañana ya me estaba preguntando dónde estaría el famoso Big Ben, pero una tiene sus prioridades: encaré para Hyde Park (http://www.royalparks.gov.uk/Hyde-Park.aspx) Varias veces mirando Midsomer Murders vi que la gente señalaba un cielo cubierto de nubes y decía “qué lindo clima tenemos hoy” y pensaba que esa gente estaba mal de la cabeza, o que tendrían que cambiar el libreto si el día no daba para decir eso. Pero de verdad es agradable el clima sin viento, sin demasiado frío pero sin calor. Incluso a mí, que tengo frío siempre, me pareció un día para disfrutar y en ningún momento, a pesar de la llovizna, abrí el paraguas. Sabía (por el dichoso mapa) que Hyde Park era muy grande así que planeaba mirar sólo un poco y arrancar para Westminster, pero terminé caminando horas por los senderos infinitos, cantando a los gritos “podríamos ser lo que no se rompe...”, rodeada de perros que no cagan, ardillas como las de Vicky O., y patos gigantes que comían castañas.

Me gustó mucho la fuente/monumento en memoria de la princesa Diana (http://www.gardenvisit.com/landscape_architecture/london_landscape_architecture/visitors_guide/diana_memorial_fountain)

Para cuando me decidí a irme estaba en un punto por completo diferente al que esperaba y no tenía idea de cómo ir a Westminster, pero sí cómo ir a la National Gallery, que me había recomendado encarecidamente un vendedor de panchos. Este museo tiene varias virtudes: es gratis, es chico (o sea, no es el Louvre, podés ver todo todo todo en un día, tomándote un descanso en la mitad), tiene unas computadoras donde podés mirar toda la colección e información sobre cada cuadro, y lo más importante tiene muy buenos cuadros, con mucha variedad dentro de la pintura europea. Quedé encandilada con una imagen bíblica de Murillo (http://www.nationalgallery.org.uk/paintings/bartolome-esteban-murillo-christ-healing-the-paralytic-at-the-pool-of-bethesda), pero cuando vi un retrato que hizo de un nene ya fue demasiado (http://www.nationalgallery.org.uk/content/conobject/1283).

Así llegamos, con las vértebras lumbares fundidas entre sí, a la noche del teatro, y a mi última mañana en Londres, donde al fin me decidí a buscar el Big Ben, que es más lindo de lo que esperaba, y el Parlamento.

De regreso al hostel para buscar mi valija paré en un supermercado. Me pregunté qué compraría si viviera ahí. Me pregunté si podría vivir ahí, salir a correr por las mañanas por las orillas del Thames, amontonarme en el Tube, comprar en época de descuentos en Oxford Street, comer sushi para llevar, tomar cerveza y ale desde las cinco de la tarde en Covent Garden, ir al teatro de lunes a viernes y los fines de semana visitar a mi hermana. La idea es tentadora, no sé si es posible, no sé si es lo que quiero, pero sé que Londres causó una impresión muy distinta a la que pensé que iba a causar.

Y después, como se sabe, viajé a Belfast. “Pero esa es otra historia, y debe ser contada en otro momento.”